Los Cataros

Al comenzar mi investigación no sabía exactamente que era lo que estaba buscando. Por el contrario, lo único que quería era encontrar la explicación a pequeños y curiosos enigmas de la masonería especulativa y las leyendas de los Guardianes del Templo o mejor conocidos como los Templarios y por esas cosas del destino fui conducido a otra orden secular, misteriosa y enigmática conocido como los Cataros. Su vida y costumbres son curiosas y reflejan una muy interesante actitud ante la vida.
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El término «cátaro» proviene del griego Catharos, que significa «puro», y si por otro motivo son conocidos como albigenses es debido a la importancia que tuvieron sus comunidades en la ciudad y región del AIbi, situada en el sur de Francia.
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Simplificando mucho sus creencias, los cataros o albigenes eran en esencia hombre genérico. Dicho de otro modo, no se referían a una sola iglesia coherente, como la de Roma, con cuerpo doctrinal, y teológico, codificado y definitivo. En general, los Cataros suscribía la doctrina de la reencarnación y un reconocimiento del principio femenino de la religión.
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La castidad no tenía para ellos el mismo valor que para los católicos. Los cátaros no condenaban la actividad sexual mientras fuese estéril y por ello se les acusó de orgías contra natura.
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Los cataros eran dualista pero ellos llevan esta dicotomía mucho de que los católicos primitivos estaban dispuestos a tolerar, porque según los cataros, los hombres eran la espada con las que luchaban los espíritus y nadie veía las manos. Para ellos, se estaba librando una guerra perpetua a lo largo y ancho de la creación entre dos principios irreconciliables: la luz y las tinieblas, el espíritu y la materia, el bien y el mal.
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Se dividían en creyentes y perfectos, los primeros lo eran a través de una ceremonia llamada convenza y estaban al servicio de los perfectos. Era necesario pasar por duras pruebas para transformarse en perfecto, hasta el punto que muchos de quienes lo intentaban debían renunciar a ello. Al cabo de un tiempo de iniciación se recibía el consolamentum, y desde este momento el perfecto debía llevar una vida irreprochable no teniendo derecho a casarse y, si ya lo estaba debía abandonar a su familia. Nunca comían carne «ni queso, ni huevos, ni ningún ser nacido de la carne por vía de generación o de coito».
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La vida de los cátaros estaba fijada por ciertas ceremonias religiosas que celebraban los perfectos, como el melioramentium, por el que abjuraban de la religión católica, y el apparelliamentum, celebrado cada mes y que consistía en una confesión general. Todas esas ceremonias terminaban en un beso de paz, pero para evitar todo contacto directo entre un perfecto y una perfecta se transmitían el beso besando el Evangelio.
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Los perfectos no tenían domicilio fijo y siempre iban acompañados por otro cátaro. No disimulaban su condición ni su creencia, porque llevaban un vestido negro y un especial cinturón de cuero. Predicaban en público y hacían tal muestra de valentía ante la muerte que se creyó que eran partidarios del suicidio. Después de haber recibido el consolamentum, ciertos perfectos se disponían a la endura, es decir, que se dejaban morir de hambre creyendo que la muerte les llegaría en estado de gracia. De todos modos la práctica de la endura era excepcional. Su auténtica austeridad, que contrastaba con la corrupción del clero católico, conquisté muchos fieles.
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A los ojos de la Iglesia de Roma los cataros estaba cometiendo herejía grave ante su actitud a la figura de Jesús. Porque dado que la materia era intrínsicamente mala, los cataros negaban que Jesús pudiera tener algo de materia, encarnarse, y seguir siendo hijo de Dios y huelga decir que por ellos estos hombres puros consideraban a Jesús un profeta que nada se distinguía de los demás profetas, un ser normal que murió en la cruz por el principio del amor.
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El realismo de los Cataros incomodo a la corrupta Curia de Roma de esos tiempo entonces el papa Inocencio III decidió organizar una cruzada contra los cátaros, ya entonces llamados albigenses. Ramón VI, conde de Tolosa, había prometido a Pierre de Castelnau, representante del Papa, ayudarle a perseguir a los herejes, pero en realidad no había movido un dedo para ello, por lo que el pontífice intentó obtener el apoyo del rey de Francia, Felipe Augusto, pero sin éxito, pues éste se hallaba muy ocupado en su lucha contra los ingleses y no le hizo caso.
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Pero el 15 de enero de 1208, Pierre de Castelnau fue asesinado cuando salía de una entrevista con el conde de Tolosa, al parecer por orden de éste, lo que hizo que el Papa predicase una cruzada contra los albigenses dirigida por un guerrero famoso llamado Simón de Montfort. No es cuestión aquí de narrar las vicisitudes de esta contienda, baste decir que Pedro de Aragón, a pesar de ser llamado el Católico, tomó la defensa de los herejes dirigiendo su ejército contra Simón de Montfort siendo derrotado y muerto en la batalla de Muret el 12 de septiembre de 1213.
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Como dato anecdótico se ha de consignar que el rey Pedro de, según dice su hijo Jaime I en su crónica, había pasado la noche con una fogosa dama que le había dejado extenuado, hasta el punto que por la mañana estaba tan débil que al oír misa no pudo permanecer de pie durante el Evangelio y se vio obligado a sentarse. Claro está que revestido de su armadura no pudo aguantar el primer embate, por lo que cayó del caballo y fue muerto a continuación.
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En 1209, la lucha continuó y los albigenses fueron derrotados en diversas acciones guerreras. Es de notar que en Béziers sus habitantes se refugiaron en la catedral, lo que no impidió que fuesen asesinados todos, incluidos niños y ancianos. En esta ocasión se dice que consultado Arnaud Amairic, abad del Císter, sobre qué hacer con los pobres refugiados contestó: «Matadlos a todos, Dios reconocerá a los suyos.» Puede ser que esta frase sea apócrifa. Pero tipifican el celo fanático y la sed de sangre con que se perpetraron las atrocidades del catolicismo medieval por el solo hecho de diferir religiosamente, muriendo 15 mil cataros solo en ese acto.
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Si por una parte la cruzada contra los albigenses hizo que la Iglesia viese reforzada su unidad y su poder, por otra fue el origen de la unidad de Francia, la cual condujo a la uniformidad jacobina que sirvió de ejemplo a otros países. Aunque ya se había ejercitado durante la monarquía absoluta e influido en España a través de la monarquía borbónica, fue después de la Revolución Francesa cuando la idea de la nación una e indivisible se abrió paso en contra de los nacionalismos entonces aplastados y que ahora vuelven a renacer.
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Derrotados en varias batallas, los cátaros se refugiaron en el castillo de Montségur, situado en lo alto de un monte y que parecía verdaderamente inexpugnable. En 1232 los jefes cátaros habían acordado con el señor de Perella, dueño del castillo, que pasase lo que pasase les serviría de refugio. La hija de Ramón de Perella, Esclarmonda, era una cátara ferviente.
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En 1242 albigenses salidos de Montségur asesinaron a los inquisidores que iban a Avignonet, lo que hizo que Hugo des Arcis, senescal de Carcasona, decidiese atacar el refugio cátaro. Para ello armó un ejército de diez mil hombres y, en mayo de 1243, puso sitio al castillo en el que permanecían cuatrocientos o quinientos cátaros, una pequeña guarnición de hombres armados y algunas familias que se habían refugiado allí para huir de la persecución.
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Un cátaro traidor indicó a los sitiadores un camino que les permitió llegar hasta los pies de la fortaleza. Allí instalaron una catapulta que de día y de noche lanzaba bloques de piedra al interior del castillo. En vano intentaron los sitiados destruir la máquina infernal, y por fin Pierre Roger y Ramón de Perella anunciaron la rendición, que les fue concedida así como la vida a todos aquellos que renunciasen a su fe cátara.
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El 15 de marzo de 1244 celebraron por última vez el equinoccio de primavera según el rito maniqueo. Al día siguiente una gigantesca hoguera se elevó a los pies del castillo y 210 perfectos, que habían escogido la muerte, se lanzaron a ella cantando; al frente de ellos iban el obispo Martí y la joven Esclarmonda junto con su madre, Corba de Perella, y su abuela, Marquesia de Lantard.
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Se encargó a cuatro perfectos que escondiesen los libros sagrados y los tesoros de los cátaros. Con una cuerda fueron descendidos por una pared lisa y desaparecieron. ¿Dónde están los libros y los tesoros? En Cordes, cerca de Albi, afirmaban que se encontraba en el fondo de un pozo. Se dice que libros y joyas se hallan en un lugar desconocido en el mismo Montségur, pero aparte de que las excavaciones hechas no han dado resultado, ¿cómo compaginar la existencia de valiosas joyas con la vida austera que llevaban los cátaros? Cierto es que si se encontrasen restos de objetos de culto o libros litúrgicos del catarismo harían las delicias de los estudiosos arqueólogos.
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De todos modos, justo es indicar que Montségur se ha convertido en meta de curiosos que rememoran la vida y las costumbres de aquellos seres, hombres y mujeres que, en busca de un ideal de perfección, supieron, equivocados o no, dar muestra de su creencia y su buena fe llegando incluso a morir por su ideal.

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