LA SABIDURIA DE DON RAMIRO

Cuento Indoamericano

Por Juan Orrego

En un lejano y excéntrico lugar, vivía un grupo humane singular que rendía culto a los verdaderos viejos Dioses amándose unos a otro realmente.

Cuatro de ellos que llamaremos los indoamericanos poseían una pequeña mesa de madera que constituta su mas preciada posesión porque era el lugar donde se reunían para platicar de esa tierra hermosa.

Un día, un espíritu malo entro en el corazón de uno de ellos, era el hombre de edad intermedia llamado Fermín.

—Hace ya mucho, tiempo que hemos vivido juntos -les dijo-. Ha llegado la hora de separarnos. Por tanto, dividamos nuestras posesiones.

Al oírlo, don Ramiro, el hombre de mas edad se entristeció.

—Hermano mió —dijo—, me causa pesar que tengas que dejarnos. Pero si es necesario que te marches, que así sea. Y entonces converse con los otros hermanos, Juan, el más joven y Hernán, el más viejo, los cuales decidieron darle aquella pequeña mesa de madera, pero diciéndole:

—No podernos repartirla hermano; que sea para ti.
—No acepto tu caridad —replico Fernán—. No tomare sino lo que me pertenece. Debernos partirla.

Don Ramiro razono y mirando a los dos hermanos que lo acompañaban, le manifestó: Si, si es cierto lo que tu dices, pero si rompemos la mesa, de que nos servirá a ti, a mi, a nosotros? Si te parece, propongo que la juguemos a la suerte.

Pero Fernán, persistió en su empeño. —Solo tomare lo que en justicia me corresponde, y no confiare la justicia, ni mis derechos a la suerte. Debe partirse la mesa.

Don Ramiro converse con los hermanos nuevamente y viendo que no salían razones, dijo: —Esta bien: si tal es tu deseo, y si te niegas a aceptar esta mesa de madera, rompámosla y repartámosla.

Y entonces el rostro de Fermín se descompuso y se puso viejo como su alma, lleno de ira, grito:
— ¡Ah, malditos cobardes!
— ¡Ah, maldito cobarde!
— ¡Ah, maldito viejo!
No te atreves a pelear, ¿eh?

Don Ramiro que era un hombre que nunca había negado a los viejos dioses, lo miro a los ojos de manera profunda y tierna a la vez, buscando quien sabe el lado bueno de esa pobre alma y sin decir ¡NO!, porque era el hombre del ¡SI, si señor! Encontrado por el dilema de Fermín, y en medio de sus partidarios, no de forma especial y dijo: - ¿Que los Dioses perdone tu impiedad? -.
Al oír esto, Fermín siguió su camino, y se fue maldiciendo a los hombres. Pero sin la parte de la mesa... si la mesa.

Y sentado en su lado de esa mesa de madera que no había sido partida aquella tarde se hecho para atrás, miro a sus hermanos indoamericanos, quino su ojo izquierdo y dijo: ¡Ave Maria, hombre! - ¡Si, señor!, como lo ven, buenos caballeros en que íbamos - y no como siempre.

La inteligencia y sabiducha de este erudito le había ganado a la estupidez.

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