El Dúo Orrego/Arévalo

Manuel Arévalo era un muchacho nacido en el pueblo campesino de Santiago de Cao, el 15 de octubre de 1903. Debido a la pobreza familiar sólo estudió hasta segundo año de instrucción primaria. A los diez años, en 1913 y 1914, aparece trabajando en las haciendas de Chiquitoy y Nepén. Al contacto con el pensamiento de González Prada y los obreros anarquistas de la época, que tenían en el negro Julio Reynaga su exponente trujillano, se hizo luchador sindical.

Fue pronto reconocido y querido como dirigente por sus hermanos de clase en las haciendas Cartavio y Roma, donde trabajó.

En 1919, se abren para Arévalo, ya oficial de mecánica, las puertas de Casagrande. Allí se inicia como propagandista, con hojas que él mismo imprime y en las que se habla de la revolución rusa y de la conquista de la jornada de ocho horas alcanzada en Lima y Callao por el paro general de enero de 1919.

Un día de 1928, Antenor Orrego se presentó como expositor en el Ateneo Popular de Trujillo. Al final de su disertación, intervino Arévalo, quien impresionó al maestro. De allí nació una amistad que sólo iba a interrumpir la muerte de Arévalo, el mártir, el 15 de febrero de 1937.

Vinieron después tiempos de militancia aprista y de lucha clandestina. Los dos amigos trabajaban intensamente creando el fervor, la organización y la fuerza del Apra en el Norte. Ambos pusieron cimientos al “Sólido Norte”. Una noche, desde el techo de un escondite de Orrego, balearon su cama. Orrego ya había huido. Un traidor delató el refugio de Arévalo. Lo torturaron –existen testimonios– y lo asesinaron camino a Lima. Quisieron que delatara los refugios de Orrego en Trujillo y de Haya en Lima.

Había sido miembro de la Asamblea Constituyente de Lima, se había convertido en intelectual proletario, en periodista de tempestad y ataque. Tanto, que en la época de la gran clandestinidad, Haya de la Torre dijo que si él (Haya) era asesinado, Arévalo debía asumir la secretaría general del Apra. Lo atestiguó Nicanor Mujica.

Cuando Arévalo murió, había terminado de mecanografiar Pueblo-Continente, esa gran reflexión sobre y para la unidad latinoamericana, escrita por Orrego en la prisión.

Escribió Orrego al recordar a su gran discípulo:

“Causa pasmo, si no fuera indicio de una América nueva que está naciendo, el surgimiento de esta flor exquisita en las entrañas mismas del pueblo”.

Conocí a Orrego en el Panóptico de Lima, donde también yo estaba preso. El y otros dirigentes apristas permanecían encerrados en la Rotonda del penal (en el centro había una torre de vigilancia que abarcaba, en una sola óptica, panópticamente, los convergentes pabellones y el círculo de celdas de la Rotonda). Orrego me asombró por su serenidad y su sencillez.

Fue la séptima y más larga prisión de Orrego, que, producido el golpe de Manuel Arturo Odría e ilegalizada el Apra, pasó a formar parte del Comité Nacional de Acción del aprismo. Después del asesinato de Luis Negreiros, cayó preso Orrego, en 1952. Salió en libertad en 1956. Se produjo entonces la era de la convivencia apropradista, que no le satisfizo. En La Tribuna del 8 de mayo de 1959 escribió: “El Perú es una democracia de simple declaración de buenos principios, pero, en realidad, es un régimen que ha quedado congelado en un clima predemocrático…”

En esa época criticó también el panamericanismo.

El domingo último, acogido por las hijas de don Antenor, Alicia y Liliana, la primera me dijo: “nuestro padre nos dejó en la pobreza”. Lo mismo me había dicho, hace veinte años, el hijo mayor de Arévalo.

Causa pasmo que en el Perú hayan existido hombres como esos que, más allá de banderías, fueron ejemplo de lucidez intelectual y limpieza moral, al servicio de intereses populares. ¿Pobreza? ¿Cuál pobreza? Otros son los pobres, los pobres diablos.

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