A. ORREGO y C. VALLEJO

Orrego demuestra su amistad como la sinceridad de un hombre cuando entrega su yo personal. Como todos sabemos, Vallejo y Orrego compartieron lazos amicales muy estrechos. Ya hemos narrado que Vallejo fue descubierto por Orrego; podemos afirmar que su amistad, fue una amistad más allá de la muerte: Los dos uno solo. Basta leer aquella impresionante carta de Orrego con fecha 6 de julio de 1926 le dirigiera a Vallejo que ya se encontraba en París.

“…He guardado mucho tiempo estar en mejores condiciones económicas. No me ha sido posible. Tenía la ilusión de llevar una regular cantidad de dinero para establecernos, tú Julio y yo, cómodamente en Europa. Todos mis cálculos me han fallado y ya no tengo paciencia para esperar más…Tú no tienes idea cómo se me ha hecho hostil todo lo que me rodea. Todas las pequeñas cosas de esta tierra se me han vaciado encima y estoy sitiado como una fiera. Tengo que salir o reventar. No cabe vacilación en la alternativa. Sé además que en cualquier otra parte por más desgraciado y amargo que estuviera, nunca lo será tanto como ahora. En estas condiciones voy a salir de Trujillo y del Perú, es decir, desheredado… ”

En la carta arriba anotada ya es fácil comprender la inmensidad virtuosa de Orrego. Los que lo comprendieron sellaron con él la franca amistad, los otros trataron de derribarlo hasta el extremo de empobrecerlo económicamente y fustigarlo hasta el punto de exasperarlo que quiso dejar el Perú que tanto amó. Sin embargo, Orrego era la piedra fuerte de tope o mejor dicho el pozo edificante donde todos recurrían a saciar y robustecer su alma. Pero, como vemos en estos simples renglones ese roble era de carne y alma y por ende también tenía derecho a sufrir y buscar consuelo y anda mejor que escribir al amigo para hacer en él lo que con él los otros hacían. El portentoso Orrego se descubre ante el amigo y se desnuda con toda intrepidez posible mostrándole sus heridas con la esperanza que sean comprendidas y saneadas con el bálsamo de la amistad.

Creo que fue Víctor Raúl Haya de la Torre, quien me presentó al poeta, a solicitud del mismo. Conversamos muchas, muchísimas veces. Desde luego, el tópico literario surgía con frecuencia en las charlas juveniles. Ya por esa época publicaba yo artículos en varios periódicos y revistas del continente. Tenía, pues, cierta autoridad y prestigio literario. Me enteró, no sin cierta timidez, que componía versos y requirió mi opinión para cuando los conociera. Accedí de buena gana, aunque un tanto desconfiando de su talento poético, pues conocía algunas composiciones pedagógicas que había publicado en "Cultura Infantil", órgano del Centro Escolar de varones, que editaba Julio Eduardo Manucci, director de ese centro, y compañero mío de estudios universitarios.

Cuando escribo estas líneas la imagen del poeta está aferrada, como estampada en mi recuerdo. Un aura de penetrante simpatía fluía de toda su persona.

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